Friday, April 21, 2006

EL DÍA QUE ME TRONARON EL EJOTE




Un cuento ninfómano

EL CHARKITO EN CUENTONT@S




EL DÍA QUE ME TRONARON EL EJOTE



Tengo veinte años de edad, y desde que era muy chamaca padezco fiebres uterinas, o calores vaginales, como decía mi abuela. Lo que, al chile pinto, quiere decir ninfomanía, o sea que soy una mujer sedienta de placer sexual.

Hay en mí un fulgor que me domina y me arrastra al desenfreno cachondero. No puedo frenar la voracidad de megaputa que llevo dentro. Como histérica, soy el deseo del que mis padres carecen. Para la "gente bien nacida" soy una obscena, una pervertida, una viciosa del pene, una buscadora de riatas.

Cuando llegan los extraños calores a mi vagina voraginosa soy materia dispuesta, open panocha a cualquier hora y situación; y se vuelve inoperante el control mental de acciones. Por eso mi familia quiere expropiar mi cuerpo, porque soy objeto el deseo narcisista de mis padres.

Cuando esta supergüila se refleja en el espejo, observa cómo su lozanía, redondeces y carnes voluptuosas están acedándose. Me dicen que no salga a la calle por que soy una lujuriosa; me aconsejan la abstinencia, el pudor, el recato, la pureza, la vergüenza, el decoro, la honestidad y la moralidad.

¿Coger es un acto inmoral? ¡Idiotas! Me sacude y me estremece el ardor, de hacer el amor, ayuntar sin freno. Y es que cada que veo a un hombre mi deseo es llevármelo —o que él me lleve— a la cama a descorchar. ¿Será mala esta apetencia de sexo que me invade a cada momento? La actividad sexual es una expresión radical de mi mundo perceptivo. Freud escribió que toda la dignidad humana con la ciencia procede de un espermatozoide y de un óvulo.

He matado la rata con una cantidad infinita de machos, y me enorgullezco de ser una devorado de pitos. No me considero una mujer fatal. Soy bonita y mis carnes despiertan la lujuria y el arrebato lúbrico. No rechazo propuesta a rechinar el catre, yo no he conocido garañón que se niegue a participar en mi reyerta, pues no soy ninguna liendrera fodonga. Estoy dos tres, buenera; y lo digo sin modestia.

Acabo de terminar una terapia que duró seis meses, dizque para que se me apacigüe la calentura de la entrepierna. Mis padres me llevaron con un siquiatra para que me diera tratamiento, pero, ¡qué les cuento!, el primer día de sesiones me lo coché en en un pinche sofacito donde los loqueros acuestan a sus pacientes. ¿Cómo se llama esa madre? ¡Ah, diván!

El doc era un ruco (es, porque todavía no se muere el cabrón) como de unos 47 años de edad; chaparro, gordo y con nariz de fresa. Argentino el güey, porque hablaba con ese pinchi tonito cagón que tienen los pinches pelotudos (sudacas les dicen en Europa). Yo creo que el pendejo es un frustrado en cuestiones pasionales porque, de volada noté, que le faltaba un chinguero de tacto mujeril. Lo más seguro es que jamás, en su perra vida, había tenido trato con mujeres en cuestiones de sobo y manoseo. Con quebrada y hasta mayate sea el hijo de la chingada.

Digo lo anterior porque cuando apalabramos el forniqueo y me le ofrecí, enseguida le hice un estriptís. Y mientras le arrojaba mi ropa, el brasier y los calzones, en la cara, el bato en chinga se me dejó ir como perro hambriento sobre los huesos. Ni una caricia, ni un fajecito hubo antes de las embestidas. ¡Pobre idiota! En menos de quince días ya se había enamorado de mí; con decir que y se le quemaban las habas por casarse. Viejo ridículo, se quedó bien prendis. Quedó tan empelotado que hasta habló con mi mamá diciéndole que nadie como él me cuidaría si se arranaba conmigo. Por supuesto que le paré de volada los tacos. Pues qué se creía el baboso. Además como profesionista no pelaba un chango a nalgadas, pues el muy maje me estaba recetando para mi supuesto "mal" un medicamento para hombres (eso lo supe después por boca de otro doctor, a quien, también, me dejé caimán). Las madres que el pelotudo doc que me recetó eran unas cacayacas llamadas Androcut, unas chochas para controlarle a los batos la afición indiscriminada al sexo.

Desde los trece años padezco los ardores eróticos y nomás se me presenta la oportunidad le entro al placer de los revolcones. La primera vez que tuve sexo fue con un batillo que camellaba de chota en la delegación de San Antonio de Los Buenos. Era un policía sarra, macuarro, porque jamás lo vi que anduviera en patrulla; de esos chemas que piden dinero —cuota dicen ellos— recorriendo casa por casa en los barrios clasemedieros en extinción. Muy buenos los cabrones para ajerar dinero, pero nomás truena alguna bronca nunca se aparecen por los rumbos donde ocurrió el pedo. (Son como los bomberos, siempre llegan tres horas después del incendio).
Al batillo la raza de la colonia lo conocía con el apodo del Jos. Lo conocí porque vivíamos en el mismo barrio. Nunca supe ni cómo se llamaba. Pienso que José.
Este güey fue el bueno que me tronó el ejote, el que me desquintó cuando yo estaba morrilla. El Jos ya estaba peludo y gandalla, tendría en ese entonces... creo que unos veintidós o veintitrés abriles; yo andaba frisando los quince (me faltaban como seis meses para cumplirlos cuando el batillo se dio la yuca conmigo). Imagínense, se chacalió a lo bruto.

Recuerob que a mí apenas se me empezaba a calentar la pepa, y aunque estaba chamaca aparentaba más edad de la que en realidad tenía. Estaba yo muy desarrollada y parecía una jaina de 19 años. Ya usaba chichero y algunos hombres hasta me tiraban los perros. Dos tres léperos me abordaban con piropos demasiados silvestres. Yo no me agüitaba, al contrario, me gustaba que me aventaran chingadera y media: "Mamacita, qué buena estás, te la mamo sin hacer gestos", cosas así por el estilo. Yo solamente me las curaba y, disimuladamente, les movía más las nalgas para alebrestarlos.

El Jos siempre que me divisaba, luego luego se dejaba ir sobre mí. Tenía rato que me rondaba y nomás había la quebrada me tiraba el sablazo. Cuando se abrió de capa yo ni la jugué y en chinga le capié con el cacharro.

Ahora reviro que el bato era un saturnino. En esa época mis jefes me cuidaban más que ahora, siempre me andaban vigilando para que no hiciera chingaderas. Todos los día iban por mí a la secundaria. No me soltaban ni un momento, pero yo me las ingeniaba para escapármeles. En cuanto había chance, nomás se les dormía el gallo, me salía más temprano de la escuela y me pelaba a hacer de las mías con quien se pusiera de pechito.

Un día que regresaba de la escul me topé al Jos. Me preguntó, a manera de invitación, sino quería ir con él al cine. Como soy muy aventada y no le tengo miedo al chile duro, en caliente le dije que simón. Tampoco soy muy exigente en cuestión de monos. Un trolo o un pelagatos para mí son lo mismo. Así que el estatus del galán que me cargaba no importaba. Y como el Jos era un bato piojo me llevó a un mono de mala muerte, un pinchi cinito verguero ubicado en una esquina de la calle Quinta del mero Tango. Puras películas maniaconas pasaban allí, y no dejaban entrar a menores de edad. Pero el Jos, yo creo que estaba apalabrado con el ruco que recogía los boletos en la entrada, porque ese día, después de cotorreárselo, en un iris me hizo señas para que me colara. Pasamos frente a la tienduca de los manchis y antes de que nos acomodáramos en la sala para guachar la muvi, el Jos me preguntó que si no se me antojaba algún chuchuluco de la marquetita que estaba adentro. Le contesté que simón, que me comprara unas palomitas y una root beer. Luego nos metimos a la sala para tripear el churro que estaban pasando y nos sentamos en una de las últimas filas. La película que guachamos estaba bien jodida, traqueteada y con un madral de cortes. Recuerdo que se trataba de la muvi de Flash Gordon, versión porno.

Pasaron unos veinte o treinta minutos y el Jos, jugándola al seductor modocito, comenzó a hacerme preguntas muy inocentonas: que si yo alguna vez me había aventado un jale como el que las morras actorcillas del churro les hacían a unos güeyes (les estaban mamando el fierro). Sin ruborizarme, y quitada de la pena, le contesté que no (aunque ganas no me faltaban, pensé entre mí). Al ratillo, el bato empezó a trabajar la víbora (según él para que yo cayera rendida en sus brazos). Me dijo que yo le pasaba un resto, que estaba muy bonita y que era una morra bien de aquellas, la más efectiva de la colonia. (Yo pensaba: este pendejo cómo la cascabelea para pedirme las nalgas). Y que se me declara. "¿No te gustaría ser mi novia?" Haciéndome la interesante le dije que lo pensaría, y entonces que me abraza. Yo ni siquiera me saqué de onda, ya me esperaba un proceder así. Como no pique cabra, el batillo que se me arrima y comienza a darme unos besitos cerca de la oreja. Yo me dejé querer. Enseguida procedió a sobar mis piernas y mientras las frotaba suavemente me besaba en la boca. Yo le correspondí, pues ¿a quién que le den pan que llore?

El jale que me estaba haciendo estaba chido. Con el faje que me estaba pegando se puso bien jarioso, mejor dicho nos pusimos bien jariosos. Ya bien entrados y con la hormona estilando nos abrimos del cine y a la salida el Jos paró un taxi que nos llevó a la colonia Morelos, cerca del cuartel de los guachos.

Cuando nos apeamos el Jos dijo: "Aquí vive un compa, vamos a visitarlo. (Eso era puro paro, sus intenciones no eran otras más que tronarme el ejote). Tocó la puerta de un depa y un ruco nos recibió. No sé qué madres le comentó el Jos al don que en cuestión de minutos éste se fletó una camisa y se desafanó. El Jos y yo nos quedamos solos y reanudamos el agasajo marinero. Me besaba el cuello, me dada mordiditas leves en las orejas, me frotaba la espalda y luego sus manos recorrían mis nalgas; las apretujaba y las sobaba frenéticamente. Acto seguido metió la mano debajo de mis pantaletas y le advertí que yo era cherry. Cuando escuchó eso guaché que le brillaron los ojitos (como queriendo hablar y decir: "¡Ay, baboso, mira lo que te vas comer!"). Poco a poco me desvistió y ya encuerada me recostó en una cama, que por cierto rechinaba de a madre que su ruido parecía el pío-pío de un pollito.

Ya bichita, el Jos se golosiaba y me besuqueaba la espalda y yo excitadísima, fascinada como novel manceba, disfrutaba sus manoseos y restregones. Estaba encantada de estar con él. Me gustaba como me trataba. Me puse jariosa, rogándole a Dios que el bato no detuviera su faena. Desquiciada con el jalesote que se estaba aventando el perro. Me abrió de piernas y colocó sus labios en mi papaya. Yo gemía de placer con el mameluco que me estaba pegando el bato.

Nada más de recordar el momento en que se bajó al agua siento calofrío y se me enchina el pellejo. Yo no dejaba de bramar a causa del deleite y el placer que él me prodigaba. Los mugidos subieron de volumen, entonces el Jos me dijo: "Ya cállate, no hagas tanto pancho. Vas a alborotar a los vecinos". Antes de que me metiera la gáver hicimos el 69.

Pasaron más de tres horas, y ni en cuenta del tiempo que duramos matando la rata. Después de que terminamos de cochar le caímos a la col, y el güey, nada pendejo, para no meterse en broncas y que no lo fueran a torcer, me dejó a dos cuadras del cantón, diciéndome que le cayera yo primero al chante.

Cuando llegué a la cantona guaché que mi jefita me estaba esperando con una carota que parecía birote. Bufaba del coraje la ruca; estaba superemputadísima. Conocedora de los pedos en los que yo andaba, rápidamente se dio color que a su hija ya le habían rajado leña. Tal vez se dio tinta al ver mi manera de caminar, no podía cerrar las piernas al dar los pasos, el güey me dejó abierta. Mi jefa se la malició en chinga y se arrimó hacia mí y, ya de cerca, me estampó una cachetada guajolotera. Estilando de coraje, gritaba barbaridad y media, mientras yo estallaba en llanto. Después de unos putacazos más me cuestionó enciscada: "¿¡Dónde andabas, hija de la chingada!?" Creo que ganas no le faltaron de estrangularme.
Descargó su ira propinándome putazo tras putazo, y hasta que se cansó dejó de surtirme jiricuazos.

Esta sigue siendo una de las formas más idóneas que aún prevalecen en nuestra sociedad para expiar las culpas y pecados. Pasado el primer round me bajó los calzones, casi me los arrancaba de un jalón, y empieza a pasarme revista. Auscultó mi panocha y al darse cuenta que la traía más floreada que el hocico de un boxeador derrotado por nocaut, qué me deja caer otra tanda de madrazos.

Tan cabrona estuvo la lluvia de camorrazos que no paró de trompearme hasta que no se le cansó el caballo. Para no hacer más largo el cuento, sólo te diré que a causa de la tremenda recia acabé soltándole todita la sopa. Guacarié la neta, confesándole que el bueno había sido el Jos. Y se armó un pedotote mundial. Al pobre cabrón se le arrancó bien machín. Mi jefa, que parecía que iba a reventar de lo enchilada que andaba, agarró el foneto y se comunicó con un tío que es licenciado (para serte sincera: un pinche coyote que no terminó ni la primaria y que se la pasa estafando gente afuera de la cárcel de la Ocho), y le suelta todo el borregazo con seña, pelo y detalle (y con las hipérboles de rigor).

Mi jefe andaba en el Otro Saite, por eso mi tío el abogánster fue quien meneó todo el birote para que se enchorarán al Jos. No sé que le dijo el ruco a la jefa que al cabo de un rato ya estabamos en el ministerio público. Minutos después que nosotras nos presentamos en el MP, apareció mi tío cargándose una jetota de poca madre. Su cara de cínico leguleyo tornose en un semblante arriscado. Se sentía el muy indignado (claro que nada más aparentaba). ¡Cómo si se lo hubieran cogido a él!

Una gorda cacariza de pelos pintados y de estropajo que atendía en la recepción de la agencia ministerial nos pasó a un cubículo donde se encontraba un ojete con cara de perro fingiendo que trabajaba. A leguas se le veía que era un pinche prepotente, un traumado que lanzaba miradas perdonavidas, sangre de cochi, pesado hasta no poder. Un pinche acomplejado que se la nalgueaba de muy machín, un gato que se las daba de chaca.

Me preguntó que cómo sucedió el merequetengue. Yo se la canté en los mismos términos que a mi jefa. Ya que escuchó el rollo que le aventé, me preguntó puras pendejadas y una vez que le respondí todo lo que supuestamente el chalan ministerial quería saber, entonces comenzó a teclear en una máquina la cagada que me tío y mi jefa aventaban sobre la calaca del Jos. Que fui mancillada, que me había violado y pendejadas así por el estilo...

Una vez que el mamón integró la denuncia me condujo a un cuarto mugriento que, según esto, era el flamante consultorio de la ginecóloga adscrita a la Procuraduría de (in)Justicia. Ahora a ella le tocaba revisarme el chocho. Perito declaraba ser la ruca. Una vieja prieta metida en unas zapatillas de cabaretera, más anacrónicas que las chancletas de doña Mary Castaña; y vestida con unas garras que daban pena ajena (tanto dinero que tracalean, peseteando a los parientes de los detenidos); parecía que las zapatillas las había comprado en la tienda de segunda el Montecito. En el instante que abrió la geta para disparar su alegatos, junto con las palabras que escupía, salió de su hocico un tufo bien cabrón con hedor a coladera. De seguro la ruca tenía madreado el hígado o, la puerca, se atracaba de tacos de suaperro y los empujaba con un chesco; de seguro no tomaba ni siquiera medio vaso agua durante el día.

Muy chinguetas, la culera, ordenó que me quitara los calzones. Luego me abrió de patas y revisó mi animalito con un instrumento parecido a un compás; efectuaba cálculos alrededor de mi puchi y, moviendo el artefacto, en forma circular, realizaba trazos imaginarios, emitiendo balbuceos incongruentes. Posteriormente concluyó con unos garabateos que estampó en una libreta. Vieja cochina, ni siquiera guantes usó al manosearme, y todavía firmó un documento con una pluma que dejó impregnada de olor a pescado.

Habiendo finiquitado el asunto con la sedicente ginecóloga, enseguida me pasaron con una dizque psicóloga para que dictaminara mi estado emocional, como víctima (jajajá) de la supuesta violación que le enchaquetaban al pobre diablo del Jos.
La tipa esta se cargaba una cara de arrabalera que no podía con ella; le salía lo puta hasta por los poros. A leguas se notaba que era una nalgasprontas (¿cuántos perjudiciales no se la habrán parchado?, pensé). Era más pendeja que la vieja anterior, me preguntaba mamadas que ni al caso venían. Yo le contestaba más de agüevo que con ganas. Tres horas duramos en ese pinche embrollo burocrático.

Salimos de ese muldar ya muy tarde, y antes de que llegáramos al cantón el chisme ya era del dominio público. En todo el barrio, gracias a la desenvoltura de los vecinos labieros, la farfolla del cuchiplancheo se expandió como si se tratara de una flamante primicia de la Paty Chapoy, y no cesó hasta pasados varios meses.

El mismo día, mejor dicho unas horas después que se armó el pedotote, el Jos, al hacerse sabedor del borregazo, se volvió ojo de hormiga, y pintó venado. Tenía plantón de puercos afuera de su chante. Los juras lo andaban taloneando pa enjaularlo por violín. Nunca más lo volví a guachar. Dicen que el bato se fue a Los y que jala en una gotera despachando gas, que se arranó con una gabacha.

Yo siempre me acuerdo de él porque fue mi primer bato, el que me tumbó el sello •




éktor henrique martínez