Friday, April 21, 2006

TRIPIANDOP EN EL TRENZUDO




crónicas de un pata de chucho



Éktor Henrique Martínez





LOS POEMAS MARGONARO BUITIMEA



Margonaro Buitimea es un indio yaqui de Pótam, Sonora, a quien di tinta durante un verano de 1989, cuando viajábamos en un trenzudo que corría de Navojoa a Guadalajara. No me acuerdo qué día fue el encuentro, pero sí recuerdo la oreja; era como la una de la baraña, y esa noche llovía de a madre, un aguacero supercabrón se dejo venir.

Era una noche en que hacía un puto calorón, a pesar del aguacero que estaba cayendo. El vagón donde yo me fleté apestaba a pura joroba de camello. Pues qué quería por el precio de un boleto de secundaria, y, para acabarla de chingar, viajaba en el Burro, un destartalado trenzudo mitad carguero mitad de pasajeros.

Desde un principio mi tirada era irme en la Bala, un gusano de fierro más decente que venía de Chicali, Baja California, pero nunca llegó; así que me tuve que conformar con el Burrito, latón jodidísimo que la traía desde Nogales.
Unos morros mocochangos que camellaban de tamemes de maletas en la estación me informaron que la Bala aterrizaría como a eso de las seis de la baraña.
No les tomé muy en serio la túrica, pues guaché que traían el avión de la loquera que se habían pegado con el chemo (un cabrón de ellos cargaba pegostes de chemostril en la geta).
Después de confirmar que los morros cuadraban la neta, catotié que sería mejor abrirme en el primer traste sarreado que llegara. Me tendí a la casetita donde venden los boletos. Estaba un ruco dompeado que roncaba a lo baboso; le escurría un hilo de baba mientras rolaba la mona, recostado en una silla. Lo desperté dándole un putacazo al mostrador.

Compré el boleto con viaje hasta Guadalajara, ya de allí me la rifaría de camionazo hasta Chilangolandia. El ruco boletero me dijo que el tren no tardaría en llegar; y así fue, pasada poco más media oreja se escuchó el ruidajo del ferrocarril. Los tamemes con todo el loquerón de resistol cincomil que se cargaban se tendieron a hacer su jale; bajaron maletas y costales y las acomodaron en unos carritos, luego los encaramaron en una ranfla que estaba afuera de la estación. Una ñorsa les aventó una firula por el jale y los morros se chisparon.

Antes de que saliera la máquina que, como ya dije, venía de Nogales, levanté un agasajo de birrias; estaban como culito de pingüino, bien heladas; las paré en un tanichi frente a la estación del ferrocarril. Yo no cargaba mucho equipaje, apenas una sarra de ropa que cupo en una maletita pitera, de esas que se cuelgan en la espalda morros cuando van a la escul.

En cuanto abrieron las puertas de los vagones me fleté en el que estaba más en corto. Todos eran iguales. El tren no duró más de veinte minutos en Navojoa y una vez anunciada la salida arrancó chicoteado rumbo al sur. Me fui cheleando por el camino y licando el panorama; miraba a través de las ventanas de vidrios empañados, tripeaba la negrura de un paisaje monótono, sin principio ni fin, en realidad puro chamizo (casas hechas con adobe o de paredes de pitaya embadurnadas de tierra de río, techos de ramaje, creo que tule); divisaba dos tres vacas que aún pastoreaban de madrugada. Mientras, a paso lento, buscaba un lugar para clavarme y tirar geta. Al tren subía un madral de clica, comparada con la que bajaba, que era poca cuando se detenía en una estación.

Del bato que les hablo, o sea el Margonaro, no sé si se encaramó al tren en Estación Don o en El Fuerte, Sinaloa. Ya ni me acuerdo en qué lugar que me dijo.
Yo vestía short y camiseta, y a pear de eso, el calor me castraba de a madre. Pensaba quejumbrosamente: yo no sé cómo la raza que vive en estas tierras puede ser capaz de soportar y vivir con este clima tan jodido. No dan ganas de hacer nada; te pones a leer y te quedas dormido encima del puto libro; si trabajas de volada se te cansa el caballo, y siempre andas de mal humor. Ahora entiendo porqué la raza nomás se la lleva tragando cuacha y planchando oreja. El puto calorón más se sentía a causa de que los pinches vagones estaban atestados de gente. Ni soñar que encontraría un asiento desocupado, hasta en los pasillos había paisas tirando barra. El gusano de metal iba hasta el culo. Yo ya me la sabía, así que me tendí hasta la parte trasera del vagón, llegué a la terracita del andén final y me senté en una de las escalinatas. Guaché que el Margonaro también andaba taloneando un asiento; recorrió el pasillo y al no encontrar lugar se dejó ir liso hacia donde yo me encontraba. Era el único sitio en el que no caía la raza, quizá porque ahí se escuchaba de a madre el ruido del tren; y eso le castraba a la pelusa, pues la raza lo que quería era rolar la mona.

El bato se fue afocando cerca de donde yo estaba clavado tomándome las birrias, entonces reviré y lo guaché como quien ve a cualquier mortal. Al principio yo ni en cuenta que el Margonaro se iba a acoplar conmigo y que nos ibamos a aventar un buen cotorreo de asuntos relacionados con la literatura. ¡Quién lo pensaría con tanto cabrón macuarro que viajaba!

Pero ese pedo para mí no era raro ni excepcional, ya que en cada viaje que me aventaba —unos tres por año— siempre me topaba con gente curada y que tenía una cierta formación cultural. Rara era la vez que cotorreaba con raza de mentalidad cerril, y es que en Sonora y parte de Sinaloa la clica, aunque se carga una fama de ranchera y bronca, está escuelada. A mí me consta el hecho que la morrada sólo se dedica a tres cosas: estudiar, practicar algún deporte y pistear. Yo ya estaba refuegueado por estos lugares, anduve muchos años de vago por aquí cuando era trampero, y conocía la manera de ser de los indios de Sonora y Sinaloa (son casi los mismos: la mayoría de esos cabrones son cahitas). A veces ni los turiqueaba porque eran batos cerrados, desconfiados, muy altivos y orgullos (prefieren morirse de hambre antes que agarrarte un taco). Esa pinche idiosincrasia fue la que les partió todito el culo. Los batos son muy truchas pero se cierran de a madre cuando la cagan. No reconocen su errores y se montan en su macho aunque sepan que la cagaron. Pinches indios, son bien mulas.

Esa era la concepción general que yo tenía acerca de la yoremada. Se aferran a lo tradicional, rechazan el pragmatismo, no les gusta que nadie les dé consejos, te quieren pegar una putiza nomás se dan tinta que le andas tirando los ropes a una ruca de su raza; no tienen control sicológico sobre el billete, el dinero los vuelve locos, y son muy violentos a la hora de arreglar las broncas. Todo lo quieren solucionar a putacazos (me agüita decirlo, pero yo también cargo algunas de esas lacras, mi abuela materna era hija de indios cahitas y de españoles).
Esas son sus fallas, pero son muy solidarios, nobles y leales los güeyes; siempre te hacen un paro a cambio de nada, no son como los chilangos que nomás ven que te agachas y te la quieren dejar ir doblada y sin saliva (y si te dejas, te la desenrollan adentro).
La yoremada del norte es muy noble y derecha, no te deja abajo, nunca te deja morir.
Uno piensa: ¡qué raros son esos güeyes! Un día te dan la mano y otro día andan queriéndote cortar en pedacitos. Yo los comprendo porque los batos están todavía escamados debido al sistema de explotación y de esclavitud del que fueron víctimas desde 1530, cuando Nuño de Guzmán, a punta de vergazos, fundó la primera población española en Chiametla, Sinaloa, luego bautizada como la Villa del Espíritu Santo. Para civilizar a la indiada, Nuño de Guzmán aplicó el método propio de la empresa conquistadora: incendió, mató y esclavizó a los pueblos indígenas. El culero del Nuño de Guzmán cambalachió indiada por ganado a los piratas que nevegaban por el pacífico (Chiametla tenía en ese entonces como unos 250,000 habitantes); el ruco dejó pelón el pueblo.

¡Pobre raza! No se la acabó, y hasta la fecha no se la sigue acabando con las atrocidades y culeradas de la burguesía criolla heredera del porfirismo.
Cuando liqué a Margonaro recordé todo este pedo que les cuento; parecía que llevaba a cuestas todo ese pasado desvastador, lo guaché con detenimiento: bato alto, como de uno ochenta de estatura, flaco, prieto brilloso, de trompa saliente y de labios resecos, de músculos garrochudos y con una greñilla rebelde, medio roquera, que le llegaba a los hombros, pelo tieso y con urzuela, y que rara vez tocaba un peine.

Cuando lo vi de cerca de mí me dije a mí mismo:

—Este bato viene bien grifo, a parte que tiene toda la finta de mafufo el cabrón. Se acaba de fletar un chubi de moronga.

Me empiné el bote de birria y le di un chat hasta el fondo; apañé otro y le chupé. El batillo me guachó, yo ni en cuenta; seguí tripiando hacia el monte. Margonaro se sentó sobre una maletita que llevaba, como a una distancia de mí poco más de un metro. Yo, cada vez que lo lampareaba, insistía que el bato andaba mafufo. Se me hizo una culerada que yo me estuviera echando unas birrias y el bato valiendo madre a un lado de mí. Pensé otra vez:

—Si el güey anda grifo, como supongo, lo más seguro es que traiga el gogote bien seco.

Saqué un bote de la bolsa donde estaban clavadas las birrias y se lo rolé:

—¡Sobres, compa, lléguele!

Y así fue como inició el cotorreo, así fue como lo conocí. El batillo me dio las gracias, y para abordarme y sacar plática usó la típica muletilla del sonorense:

—¡Qué pasó, loco? ¿Pa ónde la llevas?
—Pallá, con los chilangos; pal Déefe, a la ratonera gigante.
—Uta, todavía te cuelga un buen tramo.
—Simón, ¿y tú pa dónde la tiras?
—A Peñitas.
—¿Dónde queda esa madre?
—Es el primer pueblo, llegando a Nayarit.
—En corto, compa.

Entre el turiqueo se mamó la chela.

—¿Quieres otra birria?
—¿Tráis más?
—Cincho. Sobres, apaña.
—Ay, vienes carguero.
—Dos tres.

Reviré que el bato ya estaba entrando en confianza, y luego de un ratón de cotorreo, en caliente, le ajeré:

—¿Y tú, qué ondas?, ¿no traes un flavio que me vendas? —el morro se sacó de onda y me contestó—:

—No, compa, yo no le hago a la yesca. —Le agarré un curón.
—¡Cómo no, si traes los ojos bien vidriosos! De perdida te hubieras goteado pa maliciarla. Bueno, sino me quieres vender un son, ya de jodido, invítame una chora. No hay pedo conmigo, no te friquees. Eso déjaselo a los chivas.

Después de ajerarle buen rato el bato capeó. Metió la mano por dentro del pantalón y cerca de las verijas desclavó lo que traía; de ahí sacó el clavo que llevaba; una bolsista de plástico con un guatito de moronga; agarró una madrecita y empezó a forjar un churro. Ya que lo terminó de liar me preguntó:

—¿No hay pedo aquí si le damos fuego?
—¿Qué pedo va haber! Los únicos que la pueden hacer de pedo son los sardos que cuidan el tren, y vienen más grifos que la chingada en los vagones de atrás. Además si nos truenan no pasa de que nos peguen unas cachetadas y te quiten la mois. Así que préndele a esa madre de una avestruz.

Mientras el flavio rolaba, Margonaro comentaba:
—Oye, loco. Qué pinche ojo tienes pa plaquear a los grifos.
—No'mbre, a los mariguanos y los putos de volada los identifico por más que la jueguen a la sordera.
—Y tú, compa, ¿de qué raza eres? ¿Eres mayo o eres yaqui? —le pregunte.
—¿Porqué me preguntas? —me respondió, mediosacado de onda
—Nomás, de barbas. Es que tienes un fintón de yoreme.
—Soy de Pótam, cerca de Obregón.
—Son cabrones los indios ahí, ¿no?
—Somos calmados pero cuando nos hacen alguna chingadera entonces sí se nos sale el animal.
—Neta que sí. Yo leí en unos libros de historia que los gringos les pelaron la verga a los yaquis de Arizona cuando les quisieron quitar el agua. Pinchis yaquis brincaron bien cabrón y no se dejaron que los bajaran. El gobierno de los Estados Unidos hasta les aventó los rányers, y ni esos putos la armaron con la plebe de tu raza. Entonces los gringos no tuvieron otra salida que negociar con ellos y comprarles el agua al precio que los yaquis fijaron. Me acuerdo que cuando yo estaba morro mi jefe me llevaba a las fiestas que celebraban en Pueblo Yaqui y guachaba que los yoremes duraban días tragando zoyate y sin dormir, los batos no se botaban. Eso sí, trague y trague guacavaqui los cabrones. Luego leí que, durante la época de la conquista, cuando los españoles andaban haciendo expediciones por el norte se toparon con los yaquis, y los gachupines se sacaron de onda porque tus parientes también montaban en caballos, y puro cuaco poni de grueso calibre. Cuenta el cronista que escribió esa historia, testigo de todo el pedo porque era un soldado español, que los yaquis les pegaron una santa verguiza hasta por debajo de la lengua a los conquistadores, y los güeyes mejor se tuvieron que retachar.


—¿A poco?
—Sí, bato, eso es lo que se cuenta.
—Y tú, loco, ¿a qué te dedicas? —me preguntó el Margonaro.
—Doy clases en una escuela pa niños mongolos y también escribo.
—¿Qué escribes?
—Poesía.
—¿Eres poeta?
—Intento serlo —le dije, medio chiviado.
—Qué a toda madre, compa. Yo siempre tuve la idea de llegar un día a ser escritor.
—Y ¿has escrito algo?
—Sí, algunas cosillas, pero no se las he enseñado más que a dos tres camaradas pa que las lean.
—¿No traes algo que hayas escrito?

Margonaro saca unas hojas dobladas de una de las bolsas traseras de su pantalón y me las muestra. Eran como cinco poemas. Los leí a la luz de la luna y le dije:

—Está bien como escribes, bato. ¿Tienes más poemas?
—Sí, como unas dos carpetas y unos cuadernos. Cosas, tú sabes, pensamientos, que comencé a escribir desde morro y los guardé.
—Mira, bato, unos compas y yo tenemos una revista de literatura en Tijuana, si tu quieres incluimos algún poema tuyo en la próxima edición.
—Ta'ría bien, fíjate...
—Nomás es cuestión de que me des material y se arma la balacera.
—Pues llévate éste.
—Pero son los originales, bato.
—No hay pedo, yo al rato los vuelvo a pasar en un cuaderno.
—¡Sobres! ¿No quieres que te deje mi directa de Tijuana para que te contactes con nosotros?
—Órale.

Margonaro y yo nos la pasamos cotorreando toda la noche. Punto mafufo le platiqué quiénes eran los poetas malditos, y que en Tijuana la mayoría de los poetas valían verga. También le conté de poetas muy cabrones, viejos y nuevos, que él no conocía ni había leído sus obras, como Vallejo, Whitman, Yeats, el Arcipreste, Mayakovski, Dalton. Él me dijo que ya había tripeado a Darío, Juan Ramón Jiménez, Neruda, López Velarde y Amado Nervo.

—Te falta leer a los chacas —le dije.

El batillo me platicó que conocía a dos tres poetas yaquis muy chingones que no querían publicar sus poemas, y a pesar de que jamás han leído libros de otros poetas, los batos están bien perrones para escribir poesía. Eso que me dijo me puso a pensar, entonces deduje que los libros no hacen al poeta.

Seguimos turiqueando de otros pedos ya ajenos a la literatura. Bueno, ni tan ajenos... borracheras, putas, pleitos, jambos...

Clareando el soldado el trenzudo entró a Nayarit, subieron nuevos pasajeros y dos que tres se apearon. Margonaro y yo nos despedimos con un fuerte apretón de baisas. El bato agarró camino rumbo a una taquería y yo por fin aperingué un asiento y, esperando que el trenzudo reiniciara la marcha hacia a Guanatos pa seguirle luego hasta Chilangolandia, me perdí en unas páginas de un libro de Herman Heese, creo que era el de Sidharta.

El yoreme nunca se contactó conmigo, pero en el número 5 de la revista Prop, que salió en 1990, al bato le publicamos sus poemas.

Como mínimo homenaje a este amigo circunstancial aquí presento tres de esas piezas de cargada furia erótica que me dejó en unas hojas arrugadas. Tal como se leen así estaban escritos, nada de modificaciones; y como no llevaban títulos, yo solamente les agregué el cabezal que ahora tienen, deduciendo que Margonaro se los había dedicado a alguna jainita yoreme que había pisado y que lo dejó prendido.






YOREMITA




I

Del color de la tierra
nalgas son las tuyas
ondulación de sepultos traseros
trajinados en el desvelo
calles untadas en tu cuerpo
sabedora de toda caricia
ulular de morbideces eróticas
me oculto en tu sinceridad desnuda
noche ensartada
jugo
fuego a morir
soy un tarzán de tus vellos púbicos
lianas viciosas de un hoyo
oliendo a cantos de sirena •






II

Te quiero domar
no con un signo de pesos
vida rifa sin igual
un tintineo de senos
me acerca a ti
ruido impalpable de tu carne tibia
ronroneo lechoso
horizontal
espacio inerme de movimiento voluntario
haciendo sudar el cuero quimérico
desengañado
acepción prurita de lenguas
electrificadas en corriente aceital
manida forma
dibujo abstracto
cogida natural
sonido de flauta acabada
en el éxtasis entrehojado
bendita acción
la muerte sale sobrando •






III

Esta noche
la penumbra erótica
es una lágrima
me deformo
en el calor
de tus piernas
intersticios dedales
Infinito amor
viscosa compresión
chicloso andar
de aroma interminable •