Monday, August 21, 2006

AL CABO QUE NI BORRANDO ACHO



CAPÍTULO SIXTI



"...golpeando las paredes del infinito,
descascarando el nácar del inventario,
violentando el remanso de lo prescrito."

Silvio

Cuando el Tuerto concluyó sus estudios en la universidad, y obtuvo su grado de licenciado en filosofía, se le congeló la bravura de revolucionario de cubículo, o como dijera un poeta, que se trasmutaba en hermano de Rómulo y Remo, el ex de la Yajaira comenzó a recibir de la realidad sendas patadas en los güevos. Entonces el batillo se dio cuenta que la voluntad no equivalía a destino y que hay cosas en la vida que no se atrapan simplemente con los deseos y animus domini.
Por otra parte, la nostalgia del idilio que había tenido con la Yajaira le producían un agobio que le destartalaba el alma, hendiduras abstractas en el corazón; sentíase por eso el más infeliz de los mortales.
Cuando estaba solo, es decir sin que nadie lo mirara, sus ojos recitaban lágrimas, las cuales con autoengaños, intentaba convertir en agua bendita. El dolor de aquel amor, enano y frustrado, le quemaba el trasero. Para curar esa aflicción que se sumaba a los otroras achaques existenciales que cargaba dentro de su costal de huesos. El agudo pesar del Tuerto parecía una travesura de Dios o un escupitajo del Diablo, odio y ternura en un mismo plato de sopa echada a perder.
Una vez conciente que su amargura era un camino que no terminaría de recorrer ni siquiera con la ayuda del mejor caballo galopador, ya que estaba más largo que la propia vía láctea, optó por tirarse a la milonga para aliviar el tormentoso trajinar apenas emprendido, y la catarsis no se hizo esperar: abrió la válvula de escape y su espíritu salió disparado hacia la promiscuidad, la droga y el alcohol. Él ya tenía dos libros publicados, a decir verdad, un par de textos confeccionados con ideas ajenas, plagios a filósofos que el Tuerto leyó en sus años de esculapio universitario, cuyas teorías habían entrado chuecas en su cerebro provinciano. Presumía ser al autor de los rollos mentales consignados en dichos libracos, cuando a sus espaldas, los que se decían ser sus fieles amigos, intelectualoides de pacotilla, lo consideraban como lo que en verdad era: un ladrón de argumentaciones académicas. Con decir que hasta los parroquianos que se topaba en los tugurios de mala muerte que recorría lo tildaban de pendejo, no obstante que el Tuerto se las doroteaba de chinguetas. En una ocasión el cantinero de un bar le dijo:

—"Joven, ya vamos a cerrar el congal. Por favor, pague su cuenta y retírese."

—"¿Qué traes, pendejo? ¿No sabes quién soy yo?

—"No, señor. Ni me interesa saberlo" —contestó pausadamente el cantinero—.

—"Soy el escritor más cabrón de Tijuas."

—"Mire, pues aunque usted sea el presidente de la República, el changarro se ha cerrado, y disculpe que ya no pueda servirle un trago más, lo siento."

—"Sírveme otro pisto, puto. Y no la hagas de pedo que la gallina es tuya —insistió el Tuerto— Apenas estoy agarrando avión, y tú me cortas la inspiración."

—"No, no se puede. Ademas, usted ya está muy pasado d copas."

—"¿Qué te pasa, pendejo? Si apenas me estoy poniendo sarazón. Ni borrando acho."

—"Se dice: ni borracho ando, güey" —intervino un parroquiano que se disponía a retirarse—.

—"Pues váyanse mucho a chingar a su madre todos" —dijo el Tuerto y, tambaleándose, emprendió su retirada vociferando incoherencias—.