Friday, April 21, 2006

TRIPIANDOP EN EL TRENZUDO




crónicas de un pata de chucho



Éktor Henrique Martínez





LOS POEMAS MARGONARO BUITIMEA



Margonaro Buitimea es un indio yaqui de Pótam, Sonora, a quien di tinta durante un verano de 1989, cuando viajábamos en un trenzudo que corría de Navojoa a Guadalajara. No me acuerdo qué día fue el encuentro, pero sí recuerdo la oreja; era como la una de la baraña, y esa noche llovía de a madre, un aguacero supercabrón se dejo venir.

Era una noche en que hacía un puto calorón, a pesar del aguacero que estaba cayendo. El vagón donde yo me fleté apestaba a pura joroba de camello. Pues qué quería por el precio de un boleto de secundaria, y, para acabarla de chingar, viajaba en el Burro, un destartalado trenzudo mitad carguero mitad de pasajeros.

Desde un principio mi tirada era irme en la Bala, un gusano de fierro más decente que venía de Chicali, Baja California, pero nunca llegó; así que me tuve que conformar con el Burrito, latón jodidísimo que la traía desde Nogales.
Unos morros mocochangos que camellaban de tamemes de maletas en la estación me informaron que la Bala aterrizaría como a eso de las seis de la baraña.
No les tomé muy en serio la túrica, pues guaché que traían el avión de la loquera que se habían pegado con el chemo (un cabrón de ellos cargaba pegostes de chemostril en la geta).
Después de confirmar que los morros cuadraban la neta, catotié que sería mejor abrirme en el primer traste sarreado que llegara. Me tendí a la casetita donde venden los boletos. Estaba un ruco dompeado que roncaba a lo baboso; le escurría un hilo de baba mientras rolaba la mona, recostado en una silla. Lo desperté dándole un putacazo al mostrador.

Compré el boleto con viaje hasta Guadalajara, ya de allí me la rifaría de camionazo hasta Chilangolandia. El ruco boletero me dijo que el tren no tardaría en llegar; y así fue, pasada poco más media oreja se escuchó el ruidajo del ferrocarril. Los tamemes con todo el loquerón de resistol cincomil que se cargaban se tendieron a hacer su jale; bajaron maletas y costales y las acomodaron en unos carritos, luego los encaramaron en una ranfla que estaba afuera de la estación. Una ñorsa les aventó una firula por el jale y los morros se chisparon.

Antes de que saliera la máquina que, como ya dije, venía de Nogales, levanté un agasajo de birrias; estaban como culito de pingüino, bien heladas; las paré en un tanichi frente a la estación del ferrocarril. Yo no cargaba mucho equipaje, apenas una sarra de ropa que cupo en una maletita pitera, de esas que se cuelgan en la espalda morros cuando van a la escul.

En cuanto abrieron las puertas de los vagones me fleté en el que estaba más en corto. Todos eran iguales. El tren no duró más de veinte minutos en Navojoa y una vez anunciada la salida arrancó chicoteado rumbo al sur. Me fui cheleando por el camino y licando el panorama; miraba a través de las ventanas de vidrios empañados, tripeaba la negrura de un paisaje monótono, sin principio ni fin, en realidad puro chamizo (casas hechas con adobe o de paredes de pitaya embadurnadas de tierra de río, techos de ramaje, creo que tule); divisaba dos tres vacas que aún pastoreaban de madrugada. Mientras, a paso lento, buscaba un lugar para clavarme y tirar geta. Al tren subía un madral de clica, comparada con la que bajaba, que era poca cuando se detenía en una estación.

Del bato que les hablo, o sea el Margonaro, no sé si se encaramó al tren en Estación Don o en El Fuerte, Sinaloa. Ya ni me acuerdo en qué lugar que me dijo.
Yo vestía short y camiseta, y a pear de eso, el calor me castraba de a madre. Pensaba quejumbrosamente: yo no sé cómo la raza que vive en estas tierras puede ser capaz de soportar y vivir con este clima tan jodido. No dan ganas de hacer nada; te pones a leer y te quedas dormido encima del puto libro; si trabajas de volada se te cansa el caballo, y siempre andas de mal humor. Ahora entiendo porqué la raza nomás se la lleva tragando cuacha y planchando oreja. El puto calorón más se sentía a causa de que los pinches vagones estaban atestados de gente. Ni soñar que encontraría un asiento desocupado, hasta en los pasillos había paisas tirando barra. El gusano de metal iba hasta el culo. Yo ya me la sabía, así que me tendí hasta la parte trasera del vagón, llegué a la terracita del andén final y me senté en una de las escalinatas. Guaché que el Margonaro también andaba taloneando un asiento; recorrió el pasillo y al no encontrar lugar se dejó ir liso hacia donde yo me encontraba. Era el único sitio en el que no caía la raza, quizá porque ahí se escuchaba de a madre el ruido del tren; y eso le castraba a la pelusa, pues la raza lo que quería era rolar la mona.

El bato se fue afocando cerca de donde yo estaba clavado tomándome las birrias, entonces reviré y lo guaché como quien ve a cualquier mortal. Al principio yo ni en cuenta que el Margonaro se iba a acoplar conmigo y que nos ibamos a aventar un buen cotorreo de asuntos relacionados con la literatura. ¡Quién lo pensaría con tanto cabrón macuarro que viajaba!

Pero ese pedo para mí no era raro ni excepcional, ya que en cada viaje que me aventaba —unos tres por año— siempre me topaba con gente curada y que tenía una cierta formación cultural. Rara era la vez que cotorreaba con raza de mentalidad cerril, y es que en Sonora y parte de Sinaloa la clica, aunque se carga una fama de ranchera y bronca, está escuelada. A mí me consta el hecho que la morrada sólo se dedica a tres cosas: estudiar, practicar algún deporte y pistear. Yo ya estaba refuegueado por estos lugares, anduve muchos años de vago por aquí cuando era trampero, y conocía la manera de ser de los indios de Sonora y Sinaloa (son casi los mismos: la mayoría de esos cabrones son cahitas). A veces ni los turiqueaba porque eran batos cerrados, desconfiados, muy altivos y orgullos (prefieren morirse de hambre antes que agarrarte un taco). Esa pinche idiosincrasia fue la que les partió todito el culo. Los batos son muy truchas pero se cierran de a madre cuando la cagan. No reconocen su errores y se montan en su macho aunque sepan que la cagaron. Pinches indios, son bien mulas.

Esa era la concepción general que yo tenía acerca de la yoremada. Se aferran a lo tradicional, rechazan el pragmatismo, no les gusta que nadie les dé consejos, te quieren pegar una putiza nomás se dan tinta que le andas tirando los ropes a una ruca de su raza; no tienen control sicológico sobre el billete, el dinero los vuelve locos, y son muy violentos a la hora de arreglar las broncas. Todo lo quieren solucionar a putacazos (me agüita decirlo, pero yo también cargo algunas de esas lacras, mi abuela materna era hija de indios cahitas y de españoles).
Esas son sus fallas, pero son muy solidarios, nobles y leales los güeyes; siempre te hacen un paro a cambio de nada, no son como los chilangos que nomás ven que te agachas y te la quieren dejar ir doblada y sin saliva (y si te dejas, te la desenrollan adentro).
La yoremada del norte es muy noble y derecha, no te deja abajo, nunca te deja morir.
Uno piensa: ¡qué raros son esos güeyes! Un día te dan la mano y otro día andan queriéndote cortar en pedacitos. Yo los comprendo porque los batos están todavía escamados debido al sistema de explotación y de esclavitud del que fueron víctimas desde 1530, cuando Nuño de Guzmán, a punta de vergazos, fundó la primera población española en Chiametla, Sinaloa, luego bautizada como la Villa del Espíritu Santo. Para civilizar a la indiada, Nuño de Guzmán aplicó el método propio de la empresa conquistadora: incendió, mató y esclavizó a los pueblos indígenas. El culero del Nuño de Guzmán cambalachió indiada por ganado a los piratas que nevegaban por el pacífico (Chiametla tenía en ese entonces como unos 250,000 habitantes); el ruco dejó pelón el pueblo.

¡Pobre raza! No se la acabó, y hasta la fecha no se la sigue acabando con las atrocidades y culeradas de la burguesía criolla heredera del porfirismo.
Cuando liqué a Margonaro recordé todo este pedo que les cuento; parecía que llevaba a cuestas todo ese pasado desvastador, lo guaché con detenimiento: bato alto, como de uno ochenta de estatura, flaco, prieto brilloso, de trompa saliente y de labios resecos, de músculos garrochudos y con una greñilla rebelde, medio roquera, que le llegaba a los hombros, pelo tieso y con urzuela, y que rara vez tocaba un peine.

Cuando lo vi de cerca de mí me dije a mí mismo:

—Este bato viene bien grifo, a parte que tiene toda la finta de mafufo el cabrón. Se acaba de fletar un chubi de moronga.

Me empiné el bote de birria y le di un chat hasta el fondo; apañé otro y le chupé. El batillo me guachó, yo ni en cuenta; seguí tripiando hacia el monte. Margonaro se sentó sobre una maletita que llevaba, como a una distancia de mí poco más de un metro. Yo, cada vez que lo lampareaba, insistía que el bato andaba mafufo. Se me hizo una culerada que yo me estuviera echando unas birrias y el bato valiendo madre a un lado de mí. Pensé otra vez:

—Si el güey anda grifo, como supongo, lo más seguro es que traiga el gogote bien seco.

Saqué un bote de la bolsa donde estaban clavadas las birrias y se lo rolé:

—¡Sobres, compa, lléguele!

Y así fue como inició el cotorreo, así fue como lo conocí. El batillo me dio las gracias, y para abordarme y sacar plática usó la típica muletilla del sonorense:

—¡Qué pasó, loco? ¿Pa ónde la llevas?
—Pallá, con los chilangos; pal Déefe, a la ratonera gigante.
—Uta, todavía te cuelga un buen tramo.
—Simón, ¿y tú pa dónde la tiras?
—A Peñitas.
—¿Dónde queda esa madre?
—Es el primer pueblo, llegando a Nayarit.
—En corto, compa.

Entre el turiqueo se mamó la chela.

—¿Quieres otra birria?
—¿Tráis más?
—Cincho. Sobres, apaña.
—Ay, vienes carguero.
—Dos tres.

Reviré que el bato ya estaba entrando en confianza, y luego de un ratón de cotorreo, en caliente, le ajeré:

—¿Y tú, qué ondas?, ¿no traes un flavio que me vendas? —el morro se sacó de onda y me contestó—:

—No, compa, yo no le hago a la yesca. —Le agarré un curón.
—¡Cómo no, si traes los ojos bien vidriosos! De perdida te hubieras goteado pa maliciarla. Bueno, sino me quieres vender un son, ya de jodido, invítame una chora. No hay pedo conmigo, no te friquees. Eso déjaselo a los chivas.

Después de ajerarle buen rato el bato capeó. Metió la mano por dentro del pantalón y cerca de las verijas desclavó lo que traía; de ahí sacó el clavo que llevaba; una bolsista de plástico con un guatito de moronga; agarró una madrecita y empezó a forjar un churro. Ya que lo terminó de liar me preguntó:

—¿No hay pedo aquí si le damos fuego?
—¿Qué pedo va haber! Los únicos que la pueden hacer de pedo son los sardos que cuidan el tren, y vienen más grifos que la chingada en los vagones de atrás. Además si nos truenan no pasa de que nos peguen unas cachetadas y te quiten la mois. Así que préndele a esa madre de una avestruz.

Mientras el flavio rolaba, Margonaro comentaba:
—Oye, loco. Qué pinche ojo tienes pa plaquear a los grifos.
—No'mbre, a los mariguanos y los putos de volada los identifico por más que la jueguen a la sordera.
—Y tú, compa, ¿de qué raza eres? ¿Eres mayo o eres yaqui? —le pregunte.
—¿Porqué me preguntas? —me respondió, mediosacado de onda
—Nomás, de barbas. Es que tienes un fintón de yoreme.
—Soy de Pótam, cerca de Obregón.
—Son cabrones los indios ahí, ¿no?
—Somos calmados pero cuando nos hacen alguna chingadera entonces sí se nos sale el animal.
—Neta que sí. Yo leí en unos libros de historia que los gringos les pelaron la verga a los yaquis de Arizona cuando les quisieron quitar el agua. Pinchis yaquis brincaron bien cabrón y no se dejaron que los bajaran. El gobierno de los Estados Unidos hasta les aventó los rányers, y ni esos putos la armaron con la plebe de tu raza. Entonces los gringos no tuvieron otra salida que negociar con ellos y comprarles el agua al precio que los yaquis fijaron. Me acuerdo que cuando yo estaba morro mi jefe me llevaba a las fiestas que celebraban en Pueblo Yaqui y guachaba que los yoremes duraban días tragando zoyate y sin dormir, los batos no se botaban. Eso sí, trague y trague guacavaqui los cabrones. Luego leí que, durante la época de la conquista, cuando los españoles andaban haciendo expediciones por el norte se toparon con los yaquis, y los gachupines se sacaron de onda porque tus parientes también montaban en caballos, y puro cuaco poni de grueso calibre. Cuenta el cronista que escribió esa historia, testigo de todo el pedo porque era un soldado español, que los yaquis les pegaron una santa verguiza hasta por debajo de la lengua a los conquistadores, y los güeyes mejor se tuvieron que retachar.


—¿A poco?
—Sí, bato, eso es lo que se cuenta.
—Y tú, loco, ¿a qué te dedicas? —me preguntó el Margonaro.
—Doy clases en una escuela pa niños mongolos y también escribo.
—¿Qué escribes?
—Poesía.
—¿Eres poeta?
—Intento serlo —le dije, medio chiviado.
—Qué a toda madre, compa. Yo siempre tuve la idea de llegar un día a ser escritor.
—Y ¿has escrito algo?
—Sí, algunas cosillas, pero no se las he enseñado más que a dos tres camaradas pa que las lean.
—¿No traes algo que hayas escrito?

Margonaro saca unas hojas dobladas de una de las bolsas traseras de su pantalón y me las muestra. Eran como cinco poemas. Los leí a la luz de la luna y le dije:

—Está bien como escribes, bato. ¿Tienes más poemas?
—Sí, como unas dos carpetas y unos cuadernos. Cosas, tú sabes, pensamientos, que comencé a escribir desde morro y los guardé.
—Mira, bato, unos compas y yo tenemos una revista de literatura en Tijuana, si tu quieres incluimos algún poema tuyo en la próxima edición.
—Ta'ría bien, fíjate...
—Nomás es cuestión de que me des material y se arma la balacera.
—Pues llévate éste.
—Pero son los originales, bato.
—No hay pedo, yo al rato los vuelvo a pasar en un cuaderno.
—¡Sobres! ¿No quieres que te deje mi directa de Tijuana para que te contactes con nosotros?
—Órale.

Margonaro y yo nos la pasamos cotorreando toda la noche. Punto mafufo le platiqué quiénes eran los poetas malditos, y que en Tijuana la mayoría de los poetas valían verga. También le conté de poetas muy cabrones, viejos y nuevos, que él no conocía ni había leído sus obras, como Vallejo, Whitman, Yeats, el Arcipreste, Mayakovski, Dalton. Él me dijo que ya había tripeado a Darío, Juan Ramón Jiménez, Neruda, López Velarde y Amado Nervo.

—Te falta leer a los chacas —le dije.

El batillo me platicó que conocía a dos tres poetas yaquis muy chingones que no querían publicar sus poemas, y a pesar de que jamás han leído libros de otros poetas, los batos están bien perrones para escribir poesía. Eso que me dijo me puso a pensar, entonces deduje que los libros no hacen al poeta.

Seguimos turiqueando de otros pedos ya ajenos a la literatura. Bueno, ni tan ajenos... borracheras, putas, pleitos, jambos...

Clareando el soldado el trenzudo entró a Nayarit, subieron nuevos pasajeros y dos que tres se apearon. Margonaro y yo nos despedimos con un fuerte apretón de baisas. El bato agarró camino rumbo a una taquería y yo por fin aperingué un asiento y, esperando que el trenzudo reiniciara la marcha hacia a Guanatos pa seguirle luego hasta Chilangolandia, me perdí en unas páginas de un libro de Herman Heese, creo que era el de Sidharta.

El yoreme nunca se contactó conmigo, pero en el número 5 de la revista Prop, que salió en 1990, al bato le publicamos sus poemas.

Como mínimo homenaje a este amigo circunstancial aquí presento tres de esas piezas de cargada furia erótica que me dejó en unas hojas arrugadas. Tal como se leen así estaban escritos, nada de modificaciones; y como no llevaban títulos, yo solamente les agregué el cabezal que ahora tienen, deduciendo que Margonaro se los había dedicado a alguna jainita yoreme que había pisado y que lo dejó prendido.






YOREMITA




I

Del color de la tierra
nalgas son las tuyas
ondulación de sepultos traseros
trajinados en el desvelo
calles untadas en tu cuerpo
sabedora de toda caricia
ulular de morbideces eróticas
me oculto en tu sinceridad desnuda
noche ensartada
jugo
fuego a morir
soy un tarzán de tus vellos púbicos
lianas viciosas de un hoyo
oliendo a cantos de sirena •






II

Te quiero domar
no con un signo de pesos
vida rifa sin igual
un tintineo de senos
me acerca a ti
ruido impalpable de tu carne tibia
ronroneo lechoso
horizontal
espacio inerme de movimiento voluntario
haciendo sudar el cuero quimérico
desengañado
acepción prurita de lenguas
electrificadas en corriente aceital
manida forma
dibujo abstracto
cogida natural
sonido de flauta acabada
en el éxtasis entrehojado
bendita acción
la muerte sale sobrando •






III

Esta noche
la penumbra erótica
es una lágrima
me deformo
en el calor
de tus piernas
intersticios dedales
Infinito amor
viscosa compresión
chicloso andar
de aroma interminable •

EL DÍA QUE ME TRONARON EL EJOTE




Un cuento ninfómano

EL CHARKITO EN CUENTONT@S




EL DÍA QUE ME TRONARON EL EJOTE



Tengo veinte años de edad, y desde que era muy chamaca padezco fiebres uterinas, o calores vaginales, como decía mi abuela. Lo que, al chile pinto, quiere decir ninfomanía, o sea que soy una mujer sedienta de placer sexual.

Hay en mí un fulgor que me domina y me arrastra al desenfreno cachondero. No puedo frenar la voracidad de megaputa que llevo dentro. Como histérica, soy el deseo del que mis padres carecen. Para la "gente bien nacida" soy una obscena, una pervertida, una viciosa del pene, una buscadora de riatas.

Cuando llegan los extraños calores a mi vagina voraginosa soy materia dispuesta, open panocha a cualquier hora y situación; y se vuelve inoperante el control mental de acciones. Por eso mi familia quiere expropiar mi cuerpo, porque soy objeto el deseo narcisista de mis padres.

Cuando esta supergüila se refleja en el espejo, observa cómo su lozanía, redondeces y carnes voluptuosas están acedándose. Me dicen que no salga a la calle por que soy una lujuriosa; me aconsejan la abstinencia, el pudor, el recato, la pureza, la vergüenza, el decoro, la honestidad y la moralidad.

¿Coger es un acto inmoral? ¡Idiotas! Me sacude y me estremece el ardor, de hacer el amor, ayuntar sin freno. Y es que cada que veo a un hombre mi deseo es llevármelo —o que él me lleve— a la cama a descorchar. ¿Será mala esta apetencia de sexo que me invade a cada momento? La actividad sexual es una expresión radical de mi mundo perceptivo. Freud escribió que toda la dignidad humana con la ciencia procede de un espermatozoide y de un óvulo.

He matado la rata con una cantidad infinita de machos, y me enorgullezco de ser una devorado de pitos. No me considero una mujer fatal. Soy bonita y mis carnes despiertan la lujuria y el arrebato lúbrico. No rechazo propuesta a rechinar el catre, yo no he conocido garañón que se niegue a participar en mi reyerta, pues no soy ninguna liendrera fodonga. Estoy dos tres, buenera; y lo digo sin modestia.

Acabo de terminar una terapia que duró seis meses, dizque para que se me apacigüe la calentura de la entrepierna. Mis padres me llevaron con un siquiatra para que me diera tratamiento, pero, ¡qué les cuento!, el primer día de sesiones me lo coché en en un pinche sofacito donde los loqueros acuestan a sus pacientes. ¿Cómo se llama esa madre? ¡Ah, diván!

El doc era un ruco (es, porque todavía no se muere el cabrón) como de unos 47 años de edad; chaparro, gordo y con nariz de fresa. Argentino el güey, porque hablaba con ese pinchi tonito cagón que tienen los pinches pelotudos (sudacas les dicen en Europa). Yo creo que el pendejo es un frustrado en cuestiones pasionales porque, de volada noté, que le faltaba un chinguero de tacto mujeril. Lo más seguro es que jamás, en su perra vida, había tenido trato con mujeres en cuestiones de sobo y manoseo. Con quebrada y hasta mayate sea el hijo de la chingada.

Digo lo anterior porque cuando apalabramos el forniqueo y me le ofrecí, enseguida le hice un estriptís. Y mientras le arrojaba mi ropa, el brasier y los calzones, en la cara, el bato en chinga se me dejó ir como perro hambriento sobre los huesos. Ni una caricia, ni un fajecito hubo antes de las embestidas. ¡Pobre idiota! En menos de quince días ya se había enamorado de mí; con decir que y se le quemaban las habas por casarse. Viejo ridículo, se quedó bien prendis. Quedó tan empelotado que hasta habló con mi mamá diciéndole que nadie como él me cuidaría si se arranaba conmigo. Por supuesto que le paré de volada los tacos. Pues qué se creía el baboso. Además como profesionista no pelaba un chango a nalgadas, pues el muy maje me estaba recetando para mi supuesto "mal" un medicamento para hombres (eso lo supe después por boca de otro doctor, a quien, también, me dejé caimán). Las madres que el pelotudo doc que me recetó eran unas cacayacas llamadas Androcut, unas chochas para controlarle a los batos la afición indiscriminada al sexo.

Desde los trece años padezco los ardores eróticos y nomás se me presenta la oportunidad le entro al placer de los revolcones. La primera vez que tuve sexo fue con un batillo que camellaba de chota en la delegación de San Antonio de Los Buenos. Era un policía sarra, macuarro, porque jamás lo vi que anduviera en patrulla; de esos chemas que piden dinero —cuota dicen ellos— recorriendo casa por casa en los barrios clasemedieros en extinción. Muy buenos los cabrones para ajerar dinero, pero nomás truena alguna bronca nunca se aparecen por los rumbos donde ocurrió el pedo. (Son como los bomberos, siempre llegan tres horas después del incendio).
Al batillo la raza de la colonia lo conocía con el apodo del Jos. Lo conocí porque vivíamos en el mismo barrio. Nunca supe ni cómo se llamaba. Pienso que José.
Este güey fue el bueno que me tronó el ejote, el que me desquintó cuando yo estaba morrilla. El Jos ya estaba peludo y gandalla, tendría en ese entonces... creo que unos veintidós o veintitrés abriles; yo andaba frisando los quince (me faltaban como seis meses para cumplirlos cuando el batillo se dio la yuca conmigo). Imagínense, se chacalió a lo bruto.

Recuerob que a mí apenas se me empezaba a calentar la pepa, y aunque estaba chamaca aparentaba más edad de la que en realidad tenía. Estaba yo muy desarrollada y parecía una jaina de 19 años. Ya usaba chichero y algunos hombres hasta me tiraban los perros. Dos tres léperos me abordaban con piropos demasiados silvestres. Yo no me agüitaba, al contrario, me gustaba que me aventaran chingadera y media: "Mamacita, qué buena estás, te la mamo sin hacer gestos", cosas así por el estilo. Yo solamente me las curaba y, disimuladamente, les movía más las nalgas para alebrestarlos.

El Jos siempre que me divisaba, luego luego se dejaba ir sobre mí. Tenía rato que me rondaba y nomás había la quebrada me tiraba el sablazo. Cuando se abrió de capa yo ni la jugué y en chinga le capié con el cacharro.

Ahora reviro que el bato era un saturnino. En esa época mis jefes me cuidaban más que ahora, siempre me andaban vigilando para que no hiciera chingaderas. Todos los día iban por mí a la secundaria. No me soltaban ni un momento, pero yo me las ingeniaba para escapármeles. En cuanto había chance, nomás se les dormía el gallo, me salía más temprano de la escuela y me pelaba a hacer de las mías con quien se pusiera de pechito.

Un día que regresaba de la escul me topé al Jos. Me preguntó, a manera de invitación, sino quería ir con él al cine. Como soy muy aventada y no le tengo miedo al chile duro, en caliente le dije que simón. Tampoco soy muy exigente en cuestión de monos. Un trolo o un pelagatos para mí son lo mismo. Así que el estatus del galán que me cargaba no importaba. Y como el Jos era un bato piojo me llevó a un mono de mala muerte, un pinchi cinito verguero ubicado en una esquina de la calle Quinta del mero Tango. Puras películas maniaconas pasaban allí, y no dejaban entrar a menores de edad. Pero el Jos, yo creo que estaba apalabrado con el ruco que recogía los boletos en la entrada, porque ese día, después de cotorreárselo, en un iris me hizo señas para que me colara. Pasamos frente a la tienduca de los manchis y antes de que nos acomodáramos en la sala para guachar la muvi, el Jos me preguntó que si no se me antojaba algún chuchuluco de la marquetita que estaba adentro. Le contesté que simón, que me comprara unas palomitas y una root beer. Luego nos metimos a la sala para tripear el churro que estaban pasando y nos sentamos en una de las últimas filas. La película que guachamos estaba bien jodida, traqueteada y con un madral de cortes. Recuerdo que se trataba de la muvi de Flash Gordon, versión porno.

Pasaron unos veinte o treinta minutos y el Jos, jugándola al seductor modocito, comenzó a hacerme preguntas muy inocentonas: que si yo alguna vez me había aventado un jale como el que las morras actorcillas del churro les hacían a unos güeyes (les estaban mamando el fierro). Sin ruborizarme, y quitada de la pena, le contesté que no (aunque ganas no me faltaban, pensé entre mí). Al ratillo, el bato empezó a trabajar la víbora (según él para que yo cayera rendida en sus brazos). Me dijo que yo le pasaba un resto, que estaba muy bonita y que era una morra bien de aquellas, la más efectiva de la colonia. (Yo pensaba: este pendejo cómo la cascabelea para pedirme las nalgas). Y que se me declara. "¿No te gustaría ser mi novia?" Haciéndome la interesante le dije que lo pensaría, y entonces que me abraza. Yo ni siquiera me saqué de onda, ya me esperaba un proceder así. Como no pique cabra, el batillo que se me arrima y comienza a darme unos besitos cerca de la oreja. Yo me dejé querer. Enseguida procedió a sobar mis piernas y mientras las frotaba suavemente me besaba en la boca. Yo le correspondí, pues ¿a quién que le den pan que llore?

El jale que me estaba haciendo estaba chido. Con el faje que me estaba pegando se puso bien jarioso, mejor dicho nos pusimos bien jariosos. Ya bien entrados y con la hormona estilando nos abrimos del cine y a la salida el Jos paró un taxi que nos llevó a la colonia Morelos, cerca del cuartel de los guachos.

Cuando nos apeamos el Jos dijo: "Aquí vive un compa, vamos a visitarlo. (Eso era puro paro, sus intenciones no eran otras más que tronarme el ejote). Tocó la puerta de un depa y un ruco nos recibió. No sé qué madres le comentó el Jos al don que en cuestión de minutos éste se fletó una camisa y se desafanó. El Jos y yo nos quedamos solos y reanudamos el agasajo marinero. Me besaba el cuello, me dada mordiditas leves en las orejas, me frotaba la espalda y luego sus manos recorrían mis nalgas; las apretujaba y las sobaba frenéticamente. Acto seguido metió la mano debajo de mis pantaletas y le advertí que yo era cherry. Cuando escuchó eso guaché que le brillaron los ojitos (como queriendo hablar y decir: "¡Ay, baboso, mira lo que te vas comer!"). Poco a poco me desvistió y ya encuerada me recostó en una cama, que por cierto rechinaba de a madre que su ruido parecía el pío-pío de un pollito.

Ya bichita, el Jos se golosiaba y me besuqueaba la espalda y yo excitadísima, fascinada como novel manceba, disfrutaba sus manoseos y restregones. Estaba encantada de estar con él. Me gustaba como me trataba. Me puse jariosa, rogándole a Dios que el bato no detuviera su faena. Desquiciada con el jalesote que se estaba aventando el perro. Me abrió de piernas y colocó sus labios en mi papaya. Yo gemía de placer con el mameluco que me estaba pegando el bato.

Nada más de recordar el momento en que se bajó al agua siento calofrío y se me enchina el pellejo. Yo no dejaba de bramar a causa del deleite y el placer que él me prodigaba. Los mugidos subieron de volumen, entonces el Jos me dijo: "Ya cállate, no hagas tanto pancho. Vas a alborotar a los vecinos". Antes de que me metiera la gáver hicimos el 69.

Pasaron más de tres horas, y ni en cuenta del tiempo que duramos matando la rata. Después de que terminamos de cochar le caímos a la col, y el güey, nada pendejo, para no meterse en broncas y que no lo fueran a torcer, me dejó a dos cuadras del cantón, diciéndome que le cayera yo primero al chante.

Cuando llegué a la cantona guaché que mi jefita me estaba esperando con una carota que parecía birote. Bufaba del coraje la ruca; estaba superemputadísima. Conocedora de los pedos en los que yo andaba, rápidamente se dio color que a su hija ya le habían rajado leña. Tal vez se dio tinta al ver mi manera de caminar, no podía cerrar las piernas al dar los pasos, el güey me dejó abierta. Mi jefa se la malició en chinga y se arrimó hacia mí y, ya de cerca, me estampó una cachetada guajolotera. Estilando de coraje, gritaba barbaridad y media, mientras yo estallaba en llanto. Después de unos putacazos más me cuestionó enciscada: "¿¡Dónde andabas, hija de la chingada!?" Creo que ganas no le faltaron de estrangularme.
Descargó su ira propinándome putazo tras putazo, y hasta que se cansó dejó de surtirme jiricuazos.

Esta sigue siendo una de las formas más idóneas que aún prevalecen en nuestra sociedad para expiar las culpas y pecados. Pasado el primer round me bajó los calzones, casi me los arrancaba de un jalón, y empieza a pasarme revista. Auscultó mi panocha y al darse cuenta que la traía más floreada que el hocico de un boxeador derrotado por nocaut, qué me deja caer otra tanda de madrazos.

Tan cabrona estuvo la lluvia de camorrazos que no paró de trompearme hasta que no se le cansó el caballo. Para no hacer más largo el cuento, sólo te diré que a causa de la tremenda recia acabé soltándole todita la sopa. Guacarié la neta, confesándole que el bueno había sido el Jos. Y se armó un pedotote mundial. Al pobre cabrón se le arrancó bien machín. Mi jefa, que parecía que iba a reventar de lo enchilada que andaba, agarró el foneto y se comunicó con un tío que es licenciado (para serte sincera: un pinche coyote que no terminó ni la primaria y que se la pasa estafando gente afuera de la cárcel de la Ocho), y le suelta todo el borregazo con seña, pelo y detalle (y con las hipérboles de rigor).

Mi jefe andaba en el Otro Saite, por eso mi tío el abogánster fue quien meneó todo el birote para que se enchorarán al Jos. No sé que le dijo el ruco a la jefa que al cabo de un rato ya estabamos en el ministerio público. Minutos después que nosotras nos presentamos en el MP, apareció mi tío cargándose una jetota de poca madre. Su cara de cínico leguleyo tornose en un semblante arriscado. Se sentía el muy indignado (claro que nada más aparentaba). ¡Cómo si se lo hubieran cogido a él!

Una gorda cacariza de pelos pintados y de estropajo que atendía en la recepción de la agencia ministerial nos pasó a un cubículo donde se encontraba un ojete con cara de perro fingiendo que trabajaba. A leguas se le veía que era un pinche prepotente, un traumado que lanzaba miradas perdonavidas, sangre de cochi, pesado hasta no poder. Un pinche acomplejado que se la nalgueaba de muy machín, un gato que se las daba de chaca.

Me preguntó que cómo sucedió el merequetengue. Yo se la canté en los mismos términos que a mi jefa. Ya que escuchó el rollo que le aventé, me preguntó puras pendejadas y una vez que le respondí todo lo que supuestamente el chalan ministerial quería saber, entonces comenzó a teclear en una máquina la cagada que me tío y mi jefa aventaban sobre la calaca del Jos. Que fui mancillada, que me había violado y pendejadas así por el estilo...

Una vez que el mamón integró la denuncia me condujo a un cuarto mugriento que, según esto, era el flamante consultorio de la ginecóloga adscrita a la Procuraduría de (in)Justicia. Ahora a ella le tocaba revisarme el chocho. Perito declaraba ser la ruca. Una vieja prieta metida en unas zapatillas de cabaretera, más anacrónicas que las chancletas de doña Mary Castaña; y vestida con unas garras que daban pena ajena (tanto dinero que tracalean, peseteando a los parientes de los detenidos); parecía que las zapatillas las había comprado en la tienda de segunda el Montecito. En el instante que abrió la geta para disparar su alegatos, junto con las palabras que escupía, salió de su hocico un tufo bien cabrón con hedor a coladera. De seguro la ruca tenía madreado el hígado o, la puerca, se atracaba de tacos de suaperro y los empujaba con un chesco; de seguro no tomaba ni siquiera medio vaso agua durante el día.

Muy chinguetas, la culera, ordenó que me quitara los calzones. Luego me abrió de patas y revisó mi animalito con un instrumento parecido a un compás; efectuaba cálculos alrededor de mi puchi y, moviendo el artefacto, en forma circular, realizaba trazos imaginarios, emitiendo balbuceos incongruentes. Posteriormente concluyó con unos garabateos que estampó en una libreta. Vieja cochina, ni siquiera guantes usó al manosearme, y todavía firmó un documento con una pluma que dejó impregnada de olor a pescado.

Habiendo finiquitado el asunto con la sedicente ginecóloga, enseguida me pasaron con una dizque psicóloga para que dictaminara mi estado emocional, como víctima (jajajá) de la supuesta violación que le enchaquetaban al pobre diablo del Jos.
La tipa esta se cargaba una cara de arrabalera que no podía con ella; le salía lo puta hasta por los poros. A leguas se notaba que era una nalgasprontas (¿cuántos perjudiciales no se la habrán parchado?, pensé). Era más pendeja que la vieja anterior, me preguntaba mamadas que ni al caso venían. Yo le contestaba más de agüevo que con ganas. Tres horas duramos en ese pinche embrollo burocrático.

Salimos de ese muldar ya muy tarde, y antes de que llegáramos al cantón el chisme ya era del dominio público. En todo el barrio, gracias a la desenvoltura de los vecinos labieros, la farfolla del cuchiplancheo se expandió como si se tratara de una flamante primicia de la Paty Chapoy, y no cesó hasta pasados varios meses.

El mismo día, mejor dicho unas horas después que se armó el pedotote, el Jos, al hacerse sabedor del borregazo, se volvió ojo de hormiga, y pintó venado. Tenía plantón de puercos afuera de su chante. Los juras lo andaban taloneando pa enjaularlo por violín. Nunca más lo volví a guachar. Dicen que el bato se fue a Los y que jala en una gotera despachando gas, que se arranó con una gabacha.

Yo siempre me acuerdo de él porque fue mi primer bato, el que me tumbó el sello •




éktor henrique martínez